Entre lo que se sabe del santo, cabe destacar que el siete de julio no fue una fecha significativa
en su vida ni en su muerte. De hecho, no se le comenzaría a rendir
tributo en ese día hasta 1591, cuando el obispo Bernardo de Rojas y
Sandoval trasladó, a petición del pueblo, la festividad en su nombre,
celebrada hasta entonces el 10 de octubre, por ser más cálido el tiempo y
para que coincidiera con la feria de ganado.

Según Goñi, San Fermín nació a
mediados del siglo III en la romana Pompaelo, actual Pamplona,
primogénito de un senador local, Firmo. Años después de su nacimiento
llegó a la zona el predicador Honesto, discípulo de Saturnino de
Toulouse (Francia) dispuesto a evangelizar una región en la cuál
todavía se veneraba a los dioses romanos. Allí se encontró con Firmo y
su familia, a los cuáles logró convencer de que abrazasen la Fé
cristiana gracias a su oratoria.
Tras persuadir a los Firmo, Honesto
volvió a Toulouse para informar a Saturnino de sus progresos. Éste
decidió trasladarse a Pamplona, dónde convirtió en masa al pueblo
pamplonica al cristianismo, incluyendo al joven Fermín. Convencido de
haber hecho lo correcto al abandonar los dioses paganos, Firmo entregó a
su primogénito a Honesto para que le formara en la doctrina cristiana.
Cuando éste le consideró apto, lo envió a Toulouse para que el obispo
Honorato, sucesor de Saturnino, lo ordenase sacerdote, tras lo cuál éste
volvió a la actual capital navarra.
Evangelizador de las Galias
Recién cumplidos los treinta años,
Fermín abandonó su tierra por última vez para evangelizar las tierras de
las Galias vecinas. Allí visitó Agen y Anjou, y después Beauvais, a
dónde se dirigió, según Goñi «con entusiasmo y gozo, dispuesto a padecer por Cristo habiéndose
enterado de que Valerio, gobernador de los belovacos, perseguía a los
cristianos y los martirizaba». Allí fue encarcelado hasta que, muerto
Valerio en una revuelta militar, acabó siendo liberado por sus
sucesores.
El siguiente destino de San Fermín
fue Amiens, dónde acabaría sufriendo martirio a manos de Sebastián, el
gobernador de la provincia, quién, azuzado por la persecución religiosa
contra los cristianos decretada por el emperador Diocleciano, mandó
apresarlo y decapitarlo. «Ordenó sus soldados que lo prendieran y lo
encerraran en la cárcel, indicándoles que lo decapitaran silenciosamente
por la noche y que escondieran su cuerpo para que no lo encontraran los cristianos y le tributaran honores» escribe Goñi. Precisamente para recordar esta decapitación los actuales corredores de los Sanfermines se anudan un pañuelo rojo al cuello.
Comentarios
Publicar un comentario