A veces en mi vida siento que no conozco al Padre.
Estoy cerca de Dios o por lo menos aparentemente estoy en el mismo lugar
en el que Él está. Los demás me asocian a Él. El santuario, mi vida en
torno a María, a las cosas de Dios.
Pero entonces puedo sentir que quiero irme. Tal vez porque en la casa
del Padre no me siento comprendido, ni querido, ni valorado en mis
méritos. A veces estoy a su lado y Él no puede llegar a mí, porque yo no
le dejo. Soy ese hijo mayor que sirve siempre, que no engaña nunca, que
no es infiel.
Pienso en esa frase de la Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo. Si me abres entraré”. Pienso que es Jesús que quiere llegar a mí. Y me llama, no desde fuera de mi puerta, sino desde dentro. Está dentro de mí. En mi alma. Mira lo que siento y lo que pienso. Pero yo estoy fuera de mí mismo. Allí mismo pero volcado en el mundo.
Él me llama desde dentro, para compartir mi vida. Para estar conmigo.
Y yo voy de un lado a otro perdido en mil detalles, pendiente de mil
cosas. Sé que me espera dentro del alma y yo no sé ir. Me cuesta meterme dentro, tocar mi miedo y mi nostalgia, la soledad del alma, los deseos que no se cumplen, esos sentimientos que me turban.
Y Él quiere estar conmigo. Pero tal vez yo no quiero estar con Él. Tantas veces tengo un muro en el alma. Dudo. No confío.
He crecido al lado de Dios, en su casa, con otros hermanos. Pero lo doy por evidente. No valoro la fe que tengo. No he escogido vivir donde vivo. No soy un converso. No he vuelto a casa, porque nunca me he ido. Pero no he hecho mío ese lugar. Y me quejo cuando otros viven de otra forma.
Sé que Dios no puede forzar mi alma. No puede. Se siente atado ante mi dureza. Estoy lejos aunque parezca que estoy cerca.
¿No es verdad que a veces nos aburrimos en la casa del Padre? Estoy
allí pero tengo un muro que me cierra. Veo lo negativo. Me quejo. No me
siento querido por mi Padre. No hay fiesta por mi fidelidad.
En la parábola del hijo pródigo, el hijo mayor es como el hijo
pequeño antes de irse. Está en casa. Pero lejos en su corazón. Se cree
con derecho a opinar. Con derecho a poseerlo todo. Juzga. Y le parece
mal que su padre acoja. Que lo ponga a él al mismo nivel que al hijo
infiel. Él se siente superior. Se siente perfecto.
Decía el padre José Kentenich: “El amor del Padre es un amor
justo. Lo es y debe seguir siéndolo. Pero la nueva imagen de Padre ha de
desplazar el acento en la dirección del amor paternal misericordioso.
Amor justo. ¿Qué presupone? Mérito y fuerte empeño por obtener méritos.
Sigue teniendo su razón de ser. Tenemos que hacer algo. Esforzarnos,
trabajar, sacrificarnos hasta el máximo. Pero no darle importancia a lo
que hemos realizado. Se trata de desplazar el acento. Aún
cuando nos claven en la cruz. No le demos importancia a lo que dice
nuestro yo. Tampoco a nuestros pecados. A nuestros tropiezos. No dar
importancia a lo que aportamos. Pero todo eso no significa que no
debamos hacer nada. Al contrario. Hay que hacerlo todo. Pero una vez realizado, no le demos tanta importancia. Queremos ser pobres hijos del padre.
Pobres hijos del rey que viven de su precariedad. Pobres pecadores,
pero dignos de misericordia en razón de su amor infinitamente
misericordioso. Confiamos heroicamente en ese amor”[1].
Me gusta esta reflexión. Hacerlo todo sin darle importancia. Como si
no fuera grande lo que hacemos. Como si el acento no estuviera tanto en
lo que yo puedo dar y hacer sino en el amor de Dios.
No darnos más importancia que la que tenemos por el hecho de ser
hijos de Dios, siervos inútiles, pobres pecadores. No poner el acento en
nuestros méritos. No caer en la vanidad, en el orgullo. No creer que merecemos el amor.
Pero eso sí, amar siempre, amar hasta que duela. En toda
circunstancia. Cuando nos resulta y cuando fracasamos. Sin darnos
importancia por la entrega y el esfuerzo realizado. Como ese siervo que
hace lo que tiene que hacer. Simplemente eso, sin darle mucho valor. Por amor, por misericordia.
Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, Textos escogidos del P. Kentenich, 122.
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