Solemnidad de san Pedro y san Pablo
Cristo eligió de entre los doce a Pedro y lo puso al frente
Los dos santos que celebramos hoy son
de los más fundamentales de la Iglesia. Por mucho que hubiéramos deseado
abreviar la lectura, ha resultado imposible hacerlo en menos espacio
que el que se ha utilizado. Se trata de dos artículos prácticamente
independientes, que aprovechan muchas partes del Butler-Guinea: todo el
dedicado a Pedro (tomo II, pág. 674ss) y casi todo el dedicado a Pablo
(679ss), pero incorpora elementos que no eran críticamente seguros en
época de la edición de esos artículos, y lo son ahora. No he hecho una
diferencia visual (comillas, cursiva, etc) entre lo que dice el
Butler-Guinea y lo que he agregado por mi cuenta, porque no se trata de
una edición crítica del Butler-Guinea sino de ayudar, en la medida de lo
posible a introducirse en estos fundamentales personajes de la historia
de nuestra Iglesia, quien esté interesado en conocer esas diferencias,
puede compararlos; lo que sí deben tener en claro los copipasteros de
internet, que éste no es el artículo del Butler-Guinea, y que si
habitualmente hago correcciones personales en los artículos, en éstos
esas correcciones han sido mucho mayores. Por ese motivo no lo firmo con
«Butler-Guinea» sino con mi nombre, aunque en la balanza hay más frases
sacadas de esa gran obra que escritas por mí.
San Pedro
La historia de san Pedro, tal como la cuentan los Evangelios, es muy
conocida y no hay necesidad de relatarla aquí en detalle. Sabemos que
era galileo, que tenía su casa en Betsaida, que estaba casado, que era
pescador y que era hermano del apóstol san Andrés. Portaba el nombre de
Simón, pero el Señor, en el primer encuentro que tuvo con él, le dijo
que se llamaría Cefas, el equivalente, en arameo, de la palabra griega
que significa «piedra» y que, en su forma española, derivó hasta
convertirse en el apelativo Pedro. Nadie que haya leído, aunque sea
superficialmente, el Nuevo Testamento, habrá dejado de advertir el sitio
predominante que se le otorga siempre entre los primeros seguidores de
Jesús. Fue él quien actuó como portavoz de los demás, al proclamar una
sublime profesión de fe:«¡Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo!» (Mt
16,16; Mc 8,29; Lc 9,20). A él personalmente le dirigió el Salvador
estas palabras, con una solemnidad que no tiene paralelo en los
Evangelios: «¡Bendito seas, Simón, hijo de Jonás, porque no han sido la
carne ni la sangre las que te revelaron estas cosas, sino mi Padre que
está en los Cielos! Y Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella; a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: y todo lo que tú
atares en la tierra, atado quedará en el cielo; y lo que desatares en la
tierra, quedará desatado en el cielo» (Mt 16,17).
No menos familiar es la historia de la triple negativa de Pedro hacia
su Maestro, no obstante la advertencia que Él mismo le había hecho
sobre el particular. El caso fue relatado por los cuatro evangelistas
con una abundancia de detalles que parece exagerada ante la pequeñez del
suceso, si se le compara con los otros incidentes en la Pasión de
Nuestro Señor y, esta misma singularización aparece como un tributo a la
elevada posición que san Pedro ocupaba entre sus compañeros. Por otra
parte, si bien las advertencias de Jesús no fueron tomadas en cuenta por
el Apóstol, tengamos presente que estuvieron precedidas por otras
palabras, asombrosas y desconcertantes por su extraño cambio del plural
al singular en la misma frase: «Simón, Simón, mira que Satanás va tras
de vosotros para zarandearos como el trigo en la criba; mas yo he rogado
por ti, a fin de que tu fe no parezca; y tú, cuando te conviertas,
confirma a tus hermanos» (Lc 22,31). Igualmente impresionante es la
triple reparación que el Señor, con acentos de ternura, pero con una
insistencia rayana en la crueldad, le pidió a su avergonzado discípulo
junto al Lago de Galilea: «Cuando hubieron comido, Jesús le dijo a Simón
Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas tú más que éstos? Él respondió:
Sí, Señor, Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.
Después volvió a decir: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Simón le
respondió: ¡Sí, Señor; Tú sabes que te amo! Y Él le dijo: Apacienta mis
ovejas. Y por tercera vez le repitió: Simón, hijo de Juan, ¿me quieres? Y
él repuso: ¡Señor! ¡Tú, que sabes todas las cosas, bien sabes que te
amo! Jesús volvió a decir: Apacienta mis ovejas» (21,15ss). Todavía más
maravillosa es la profecía que Jesús hizo a continuación: «En verdad, en
verdad, yo te digo: cuando tú eras joven te ceñías a ti mismo e ibas
donde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás las manos para que
otro te ciña y te conduzca a donde tú no quieras». «Y esto -agrega el
evangelista- lo dijo para significar por cuál muerte habría de
glorificar a Dios».
Después de la Ascensión, nos encontramos con que san Pedro se halla
aún en primer plano. A él se le nombra primero en el grupo de los
Apóstoles y se indica que moraba con los demás en «una habitación alta»,
donde«todos, animados de un mismo espíritu, perseveraban juntos en
oración con las mujeres y con María, la Madre de Jesús y, sus hermanos»
(Hech 1,13-14), hasta la venida del Espíritu Santo, el día de
Pentecostés. También fue Pedro quien tomó la iniciativa al elegir un
nuevo apóstol en el lugar de Judas y el que primero habló a la
muchedumbre para darle testimonio de «Jesús de Nazaret, un hombre
autorizado por Dios a vuestros ojos, con los milagros, maravillas y
prodigios que, por medio de Él, ha hecho entre vosotros, a quien Dios ha
resucitado, de los que todos nosotros somos testigos». Y se agrega más
adelante: «Oído este discurso, se compungieron sus corazones y dijeron a
Pedro y los demás: Hermanos, ¿qué es lo que debemos hacer? A lo que
Pedro respondió: Haced penitencia y sea bautizado cada uno de vosotros
en el nombre de Jesucisto». Entonces, «los que habían recibido su
palabra, fueron bautizados» y se agrega que aquel día se añadieron a la
Iglesia, «cerca de tres mil personas». También se ha registrado a Pedro
como al primero que realizó un milagro de curación en la Iglesia
cristiana. Un hombre cojo de nacimiento, se hallaba al borde del camino
por donde Pedro y Juan subían hacia el Templo a orar y les rogó que le
diesen limosna. «Pedro entonces, fijando con Juan la vista en aquel
pobre, le dijo: Mira hacia nosotros. Él los miraba de hito en hito, en
espera de que le diesen algo. Mas Pedro le dijo: Plata y oro yo no
tengo, pero te doy lo que tengo. En el nombre de Jesucristo Nazareno,
levántate y camina. Y tomándole de la mano derecha lo levantó, y al
instante se le consolidaron las piernas y los pies. Y dando un salto, se
puso en pie y echó a andar, y entró con ellos en el templo por sus
propios pies, saltando y loando a Dios» (Hech 3).
Al iniciarse la persecución que culminó con el martirio de san
Esteban en presencia de Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, la
mayoría de los nuevos convertidos a las enseñanzas de Cristo se
dispersaron, pero los Apóstoles permanecieron agrupados en Jerusalén,
hasta que llegaron noticias sobre la acogida favorable que habían
recibido en Samaría las predicaciones de san Felipe el Diácono.
Entonces, san Pedro y san Juan se trasladaron a aquellas comarcas e
impusieron las manos (lo que está en la base del desarrollo posterior de
la confirmación como sacramento independiente) sobre los que san Felipe
había bautizado. Entre éstos se hallaba un hombre al que conocemos con
el nombre de Simón el Mago, quien presumía de poseer ocultos poderes y
había adquirido mucha fama por sus hechicerías (Hech 8,18ss). Al ver el
Mago lo que sucedía con los recién confirmados, se acercó a los
Apóstoles para decirles: «Dadme a mí también esa potestad, para que
cualquiera a quien imponga yo las manos, reciba el Espíritu Santo».
Pero, aun cuando ofreció dinero, no obtuvo más que una rotunda negativa.
Pedro le dijo: «Perezca tu dinero contigo; pues has juzgado que se
alcanzaba por dinero el don de Dios», de donde llamamos «simonía» al
pecado de la venta de los dones sagrados. En la literatura apócrifa
conocida como las «Pseudo-clementinas», se representa a Simón el Mago,
en una época posterior, al encontrarse con san Pedro y entablar una
larga discusión con él y con san Clemente, mientras viajan de una a otra
de las ciudades marítimas de Siria, en su travesía a Roma. Todavía
antes que las Clementinas, san Justino Mártir (que escribió por el año
de 152), declara que Simón el Mago fue a Roma, donde se le honró como a
una deidad; pero debe admitirse que las evidencias citadas por Justino
sobre este particular, son muy poco satisfactorias. También en las
apócrifas «Actas de san Pedro» hay una dramática historia sobre los
intentos del Mago para ganarse la voluntad de Nerón por medio de
demostraciones de sus poderes ocultos, de los que pensaba valerse para
volar por los aires. De acuerdo con aquella leyenda, san Pedro y san
Pablo estaban presentes y, por medio de sus oraciones, anularon los
poderes mágicos de Simón que, al emprender el vuelo, cayó a tierra y,
poco después, murió a consecuencia de las heridas. Muchos otros relatos
contradictorios son relatados por Hipólito (en su Philosophumena) y
varios escritores antiguos, siempre en torno a una discusión, a un
conflicto entre Simón el Mago y los dos grandes Apóstoles, con Roma por
escenario. A pesar de la debilidad de las evidencias, hubo una
inclinación general entre los escritores cristianos primitivos, como por
ejemplo san Ireneo, para considerar a Simón el Mago como «padre de los
herejes», y en eso debe haber algo de simbólico, porque los antagonistas
del Mago eran siempre san Pedro y san Pablo, los representantes de la
verdad cristiana en la capital del mundo de entonces.
Casi todo lo que sabemos de cierto sobre la existencia posterior de
san Pedro, procede de los Hechos de los Apóstoles y de algunas alusiones
en sus propias Epístolas y en las de San Pablo. Tiene particular
importancia el relato sobre la conversión del centurión Cornelio, puesto
que, a raíz de aquel acontecimiento, surgió el debate sobre la
continuación de la práctica del rito de la circuncisión y el
mantenimiento de la prescripción de la ley judía para no mezclarse con
los gentiles ni comer algunos de sus alimentos. Con las instrucciones
que recibió en el curso de una visión, san Pedro, tras algunos titubeos,
llegó a admitir que la antigua costumbre había terminado y que la
Iglesia fundada por Cristo, iba a ser para los gentiles lo mismo que
para los judíos. San Pablo le dirigió algunos reproches, como sabemos
por la Epístola a los Gálatas (cap. 2), al calificarle de oportunista y
falto de corazón por aceptar estrictamente aquellos principios. El
incidente parece haber estado en relación con el congreso de algunos
Apóstoles y ancianos en el Concilio de Jerusalén, pero no se sabe a
ciencia cierta si esta reunión fue anterior o posterior a las réplicas
que san Pablo dirigió a san Pedro en Antioquía. De todas maneras, fue la
palabra de Pedro la que inspiró las conclusiones que adoptó la asamblea
de Jerusalén (Hech 15). Aquella resolución decía que los gentiles
convertidos al cristianismo, no necesitaban ser circuncidados ni
observar la ley de Moisés. Por otra parte, a fin de no herir la
susceptibilidad de los judíos, estos podrían abstenerse de la sangre y
de comer carne de seres estrangulados, así como se abstenían de la
fornicación y de los sacrificios a los ídolos. Estas decisiones fueron
comunicadas a los cristianos de Antioquía y sirvieron para calmar las
inquietudes de los numerosos fieles en la gran ciudad.
Es posible, aunque no contemos con datos concretos, que antes del
«Concilio de Jerusalén» (¿49?), san Pedro hubiese sido, durante dos años
o más, el obispo de Antioquía y que también había ido hasta Roma y
había tomado posesión de la que habría de ser su sede permanente. Los
Hechos registran un incidente trágico al relatar la súbita y violenta
persecución de Herodes Agripa I, posiblemente en el año 43. Se afirma
que Herodes «mató a Santiago, el hermano de Juan, con la espada» -éste,
por supuesto, era Santiago el Mayor, Apóstol, cuya fiesta se celebra el
25 de julio (para la distinción de los Santiagos puede leerse el
artículo de Santiago el menor- y que, después, procedió a detener
también a Pedro. Pero mientras tanto «la Iglesia, incesantemente, hacía
oración a Dios por él», y Pedro, «no obstante que estaba dormido entre
dos guardias, atado a ellos con dos cadenas; y los centinelas a las
puertas de la prisión, haciendo guardia», fue puesto en libertad por un
ángel, y partió en busca de un refugio seguro, tal vez en Antioquía o
quizá en Roma. Desde aquel momento, los Hechos de los Apóstoles no
vuelven a mencionar a Pedro. La «pasión» de san Pedro tuvo lugar en
Roma, durante el reinado de Nerón (54-68), pero no existe ningún relato
escrito sobre el suceso. De acuerdo con una antigua tradición, no
comprobada, se encerró a san Pedro en la cárcel Mamertina, donde ahora
se encuentra la iglesia de San Pietro in Carcere. Tertuliano, quien
murió cerca del año 225, dice que el Apóstol fue crucificado; por su
parte, Eusebio agrega que (un dato que tomó del autorizado Orígenes,
muerto en 253), por expreso deseo del anciano Pedro, la cruz fue
colocada cabeza abajo. El sitio debe haber sido el acostumbrado: los
jardines de Nerón, escenario de tantos dramas terribles y gloriosos por
aquel entonces.
La tradición que otrora se aceptaba por lo común, de que el
pontificado de san Pedro duró veinticinco años, no es probablemente más
que una deducción, fundada en datos cronológicos inconsistentes. También
hay una hermosa leyenda (en la que se basa la famosa novela de
Sinkiewicz) donde se narra que, a instancia de los cristianos de Roma,
ansiosos por salvar a su obispo de una muerte segura, partió san Pedro
de la ciudad y, en el camino, se encontró al Señor que venía en sentido
contrario; el Apóstol le preguntó: «¿Quo vadis, Domine?» (¿A dónde vas,
Señor?), a lo que Jesús repuso: «Voy a Roma, para ser crucificado por
segunda vez» y, al instante, san Pedro emprendió el regreso a Roma,
porque había comprendido que aquella cruz de que habló el Salvador, le
estaba destinada. San Ambrosio fue el primero en relatar esta leyenda,
en el curso de su sermón contra Auxencio. La coincidencia de algunos
puntos del relato con los pensamientos expresados en los versículos 4 y 5
del himno "Apostolorum Passio", explica, como lo indica A. S. Walpole,
que se haya atribuido ese poema a san Ambrosio.
No es éste el lugar apropiado para discutir las objeciones que, de
tanto en tanto, se han hecho contra el episcopado y el martirio de san
Pedro en Roma. Tal vez sea cierto, por otra parte, que ninguno de los
investigadores más serios de la actualidad pone en tela de juicio la
cuestión, porque consideran que las evidencias de documentos y
monumentos, es suficiente y decisiva. Pero sí podemos hacer breves
referencias sobre numerosos indicios de una antiquísima y vigorosa
devoción popular por san Pedro y san Pablo en la Ciudad Eterna. De
acuerdo con un punto de vista aceptado por la mayoría de los
arqueólogos, en el año de 258, los cadáveres de san Pedro y de san Pablo
fueron exhumados de sus respectivas tumbas en la Vía Ostiense, junto al
Vaticano, para sepultarlos en un lugar oculto sobre la Vía Apia. Las
excavaciones que se practicaron entre 1915 y 1922, tenían por objeto
descubrir ese lugar oculto, o por lo menos algunos vestigios de él, pero
las investigaciones no fueron coronadas por el éxito. Sin embargo, ahí
se encontró el agujero o pozo de una «kymbe» de donde se derivó el
nombre ahora común de catacumba. El lugar se llamó ad catacumbas, debido
a que su característica más sobresaliente era una serie de tumbas o
cámaras sepulcrales, construidas en el muro del pozo o de la depresión
natural del terreno.
Junto a aquellos sepulcros, se encontró el muro de una espaciosa sala
abierta por uno de sus lados, que pudo haber sido construida alrededor
del año 250. Por las decoraciones del muro y otros detalles, se trataba
evidentemente de un lugar para las reuniones de carácter comunitario o
ceremonial. Hay buenas razones para suponer que aquella sala fue el
escenario de las reuniones que hacían los cristianos primitivos y que
llamaban «ágapes» (que deriva de la palabra griega «agápe», que
significa «amor»). No hay duda posible de que las placas de yeso que
estaban adheridas al muro, tenían grafiti o escrituras que, con
seguridad, datan de la segunda mitad del siglo tercero. Se podría pensar
que los miembros de aquel grupo eran personas de mala educación que se
entretenían en garabatear sus expresiones piadosas en las paredes, pero
lo cierto es que, en todas y cada una de las inscripciones
fragmentarias, se pone de manifiesto la devoción por los santos Pedro y
Pablo, de una manera o de otra. He aquí algunas muestras:
«PETRO ET PAULO TOMIUS COELIUS REFRIGERIUM FECI»; el refrigerium se llamaba a lo que se ofrecía de comer o de beber en aquellas reuniones y de lo que invariablemente se apartaba algo para los cristianos más pobres, de manera que la inscripción podría traducirse así: «Yo, Tomius Celius, ofrecí un refrigerio en honor de Pedro y Pablo».
«DALMATIUM BOTUM IS PROMISIT REFRIGERIUM», «Por juramento, Dalmacio prometió ofrecer un refrigerio para ellos».
Algunos de los escritos son simples invocaciones:
«PAULE ET PETRE PETITE PRO VICTORE», «Pablo y Pedro, pedid por Víctor».
«PETRUS ET PAULUS IN MENTE ABEATIS ANTONIUS BASSUM», «Pedro y Pablo, tened presente a Antonio Basso».
Las inscripciones, cándidas, espontáneas, y escritas, muchas veces,
con graves faltas de ortografía, indican que existía un culto muy
acendrado por los santos Pedro y Pablo en aquel lugar. La mayoría están
escritas en latín y algunas en griego, pero hay muchas frases en latín,
escritas con caracteres griegos. Ya dijimos que las placas de yeso
estaban rotas y sus inscripciones eran fragmentarias y algunas,
ilegibles, pero en ochenta del número total, aparecen los nombres de los
santos Apóstoles, a veces el de Pedro primero o viceversa. No hay duda,
por lo tanto, de que en la segunda mitad del siglo tercero, de acuerdo,
en consecuencia, con una indicación del calendario Filocaliano (del año
324) que conmemora una traslación o una fiesta de los dos Apóstoles, en
el 258, y en las catacumbas, de que existía por aquel entonces y en
aquel lugar, una gran devoción por los dos Patronos de Roma.
Ya a principios del siglo tercero afirmaba Cayo, según cita de
Eusebio (Libro III, cap 25,6-7), que el lugar del triunfo de san Pedro
se encontraba en la colina del Vaticano; el sitio del martirio de san
Pablo se veneraba en la Vía Ostiense. El padre Delehaye y algunos otros
hagiógrafos distinguidos sostienen que los cuerpos de los dos Apóstoles
fueron sepultados ahí desde un principio, y nadie los ha tocado; otros
sugieren que fueron temporalmente sepultados en la Vía Apia,
inmediatamente después del martirio, hasta que se construyeron sepulcros
o santuarios en los mismos lugares de su muerte. En cualquier caso, la
inscripción hecha por el papa san Dámaso I (muerto en 384), en un sitio
próximo a San Sebastián, no significa que ahí hubiesen estado sepultados
los dos Apóstoles, sino que era la conmemoración de alguna fiesta
instituida en 258, que por alguna razón se celebraba en las catacumbas.
En fecha posterior a la época en que se escribió lo anterior, se
practicaron excavaciones bajo la basílica de San Pedro. Los resultados
de aquellos trabajos, iniciados en 1938, se publicaron profusamente. El
sitio y los restos fragmentarios de la tumba del apóstol San Pedro, han
sido identificados sin lugar a dudas; pero tanto entonces, como ahora, y
tal vez para siempre, está en el terreno de las posibilidades la
suposición de que los restos humanos hallados en las próximidades de la
tumba sean los de san Pedro. Los descubrimientos en el Vaticano aviviron
el interés en los del sitio de san Sebastián; pero, por diversas
razones, la teoría de que los restos de san Pedro fueron llevados en el
año de 258 a las catacumbas y se quedaron ahí para siempre, es
inadmisible.
Al parecer, la fiesta doble de san Pedro y san Pablo ha sido
conmemorada siempre, en Roma, el 29 de junio; Duchesne considera que
esta práctica se remonta, por lo menos, a los tiempos de Constantino;
pero en el Oriente esa conmemoración se asignaba, al principio, al 28 de
diciembre. Lo mismo sucedía en Oxyrhynchus, en Egipto, como atestiguan
antiguos papiros, hasta el año 536; pero en Constantinopla y en otras
partes del Imperio Romano oriental, la fiesta del 29 de junio se aceptó
poco a poco. En Siria fue a principios del siglo quinto, como lo sabemos
por una nota del «Breviario sirio», que dice así: «28 de diciembre, en
la ciudad de Roma, Pablo, el Apóstol y Simón Cefas (Pedro), el jefe de
los Apóstoles del Señor», la fecha era la que se observaba en el
Oriente.
Hay, por supuesto, abundantísima literatura relacionada con San
Pedro, con su vida y sus actos, desde cualquier punto de vista. Los
comentaristas de los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles
suministran la enorme mayoría de los datos con que se practicaron las
posteriores investigaciones. Puede consultarse también la complementaria
celebración de «La cátedra de san Pedro». Los informes sobre las
excavaciones entre 1938 y 1950, fueron publicados en dos volúmenes de
texto y uno de ilustraciones; ver un artículo del P. Romanelli, en el
Osservatore Romano 19 de diciembre de 1951. Aparecieron numerosos
artículos en varios idiomas, para hablar sobre el resultado de las
excavaciones: ver en el Journal of Román Studies, vol. XLII (1952).
Sobre la persona histórica de Pedro, cualquier comentario bíblico
moderno sobre San Mateo, San Lucas, Hechos... abundará en ello. De todos
modos hay que guardarse de confundir la perspectiva: una cosa es que el
Papa sea el sucesor de Pedro, y otra que cada cosa que se diga del Papa
se afirme simultaneamente de Pedro, o viceversa: indudablemente que la
figura institucional del Obispo de Roma, se encuentra fundamentada en la
figura de Pedro tal como la transmite el Nuevo Testamento, pero sus
atribuciones, el modo de ejercer el primado, etc. han ido variando
enormemente en el tiempo, y han tomado diversidad de figuras históricas,
muchas de las cuales es anacrónico transportarlas a la época de la
primera Iglesia.
San Pablo
De entre todos los santos cuyos datos nos proporcionan las Sagradas
Escrituras, san Pablo es al que se conoce más íntimamente. No sólo
poseemos un registro exterior de sus hechos, proporcionado por san Lucas
en los Hechos de los Apóstoles, sino que contamos con las propias
revelaciones íntimas de sus cartas que, si bien tenían el propósito de
beneficiar a los destinatarios, ponen al desnudo su alma. También hay
algunas descripciones sobre su aspecto físico (ver 2Corintios 10,10); un
documento del siglo segundo, las llamadas «Actas de Pablo y Tecla»,
dicen que era un hombro de corta estatura, calvo, ligeramente cojo,
vigoroso, sin separación entre las dos cejas, nariz larga, de mirada
aguda y atractiva; «a veces parecía un hombre y otras se asemejaba a un
ángel». Sin transcribir una buena parte del Nuevo Testamento, sería
difícil esbozar un retrato fiel del carácter y la personalidad del
Apóstol de los Gentiles; bajo la fecha del 25 de enero se trató la
conversión de San Pablo, ahora ha parecido conveniente hacer un resumen
de lo que dice san Lucas en los últimos quince capítulos de los Hechos.
Después de que Saulo fue derribado en el camino de Damasco por la voz
de Cristo y, de encarnizado perseguidor de los cristianos, se
transformara en el más fiel de los siervos del Señor, se curó de la
temporal ceguera que le aquejaba y se retiró a «Arabia», donde pasó
recluido tres años. De regreso a Damasco, comenzó a predicar el
Evangelio con fervor. Pero la furia de los enemigos de su doctrina
creció a tal punto que, para salvar la vida, tuvo que escapar escondido
en un cesto que se descolgó por la muralla de la ciudad. Se dirigió a
Jerusalén, donde, lógicamente, los cristianos y los mismos Apóstoles, a
quienes hacía poco perseguía, le miraban con mucha desconfianza, hasta
que el generoso apoyo de Bernabé disipó sus temores. Pero no pudo
quedarse en Jerusalén, puesto que el resentimiento de los judíos hacia
él amenazaba con perderle y, advertido por una visión que tuvo mientras
se hallaba en el templo, se refugió, durante algún tiempo en Tarso, su
ciudad natal. Hasta ahí fue Bernabé para convencerle de que le
acompañase a Antioquía, en Siria, donde los dos predicaron con tanto
éxito, que pudieron fundar una numerosa comunidad de creyentes que, en
aquella ciudad y por vez primera, se conocieron con el nombre de
cristianos.
Al cabo de una estadía de doce meses, Saulo hizo su segunda visita a
Jerusalén, en el año 44, junto con Bernabé, para llevar socorro a los
hermanos que sufrían de hambre. Ya para entonces, todas las dudas
respecto a la sinceridad de Pablo habían quedado disipadas. Después de
regresar a Antioquía y, por inspiración del Espíritu Santo, él y Bernabé
recibieron la ordenación sacerdotal y partieron hacia una jornada de
misiones, primero a Chipre y después al Asia Menor. En Chipre
convirtieron al procónsul Sergio Paulo y pusieron en ridículo al falso
mago y profeta Elimas, por quien el romano se había dejado engañar. De
ahí pasaron a Perge y atravesaron las montañas del Tauro para arribar a
Antioquía de Pisidia; continuaron la marcha para predicar en Iconio y
luego en Listra, donde -al sanar milagrosamente a un tullido- se los
tomó por dioses: Bernabé era Júpiter y Pablo, Mercurio, porque era el
que hablaba. Pero entre los judíos de Listra surgieron los enemigos que
provocaron una rebelión contra los predicadores; apedrearon a Pablo
(desde su visita a Chipre había cambiado su nombre de Saulo por el de
Pablo) y lo dejaron por muerto. Sin embargo, no lo estaba y, con ayuda
de Bernabé, escaparon para refugiarse en Derbe; a su debido tiempo,
continuaron la marcha hacia el ambiente más tranquilo de Antioquía de
Siria. En aquella primera expedición transcurrieron unos dos o tres
años, puesto que, al parecer, en el año 49, Pablo fue por tercera vez a
Jerusalén y estuvo presente en la asamblea -comunmente llamada «Concilio
de Jerusalén», por la que se decidió definitivamente la actitud de la
Iglesia Cristiana hacia los gentiles convertidos. Probablemente fue en
el invierno entre los años 48 y 49, cuando ocurrió en Antioquía, el
incidente, registrado en el segundo capítulo de la Epístola a los
Galatas, de las reconvenciones hechas a san Pedro por su judaismo
conservador.
El lapso entre los años 49 y 52 encontró a san Pablo ocupado en la
empresa de su segundo gran viaje. Acompañado por Silas, pasó de Derbe a
Listra, sin preocuparse por lo que le había ocurrido ahí la primera vez;
pero en esta segunda ocasión, fue cordialmente acogido por los fieles
agrupados en torno a Timoteo, cuyos familiares moraban en la ciudad; por
otra parte, Pablo se mostró más precavido y no dio ocasión a que los
judíos se irritasen contra él y aceptó al circunciso Timoteo, cuyo padre
era griego, pero por parte de madre era judío. Junto con Timoteo y
Silas, continuó san Pablo su jornada a través de Frigia y Galacia, sin
dejar de predicar y de fundar iglesias. Sin embargo, no le fue posible
avanzar más por la ruta que seguía hacia el norte, a causa de una visión
que tuvo, en la que se le ordenaba devolverse hacia Macedonia. En
consecuencia, partió desde la Tróade. El hecho de que esta parte de los
viajes, y algunas otras dentro del mismo libro de Hechos, está narrada
en primera persona del plural (partimos, llegamos, viajamos, etc.),
llevó a la convicción tradicional de que el propio san Lucas formaba
parte del grupo de evangelizadores; aunque esto no es unánimemente
aceptado por los especialistas en Nuevo Testamento, y en la actualidad
existe más bien la convicción de que san Lucas está transcribiendo
literalmente un diario de viaje al que tuvo acceso, pero que no fue él
mismo el compañero de Pablo; esto permite explicar muchas discrepancias
entre lo que Pablo dice en sus cartas acerca de sí mismo y de sus
movimientos, y lo que dice Lucas en Hechos.
En Filipo ocurrió el interesante episodio de la joven adivina que, al
paso del grupo, comenzó a vociferar: «¡Esos hombres son los servidores
de Dios Altísimo!» A pesar de que aquella proclamación parecía ayudar a
la causa de san Pablo, éste se volvió irritado hacia la joven y ordenó
que la abandonase su espíritu de adivinación. Con aquello, la muchacha
quedó desprovista de los poderes que la habían hecho famosa y, sus amos,
que obtenían de ello pingües ganancias, comenzaron a lamentarse
estrepitosamente y acabaron por llevar a Pablo y a Silas ante los
magistrados. Los dos misioneros fueron apaleados y arrojados en la
prisión, pero muy pronto, quedaron en libertad, por un milagro. No hay
necesidad de describir las incidencias en cada una de las etapas de este
viaje. La comitiva atravesó Macedonia, tocó Berea, fue a Atenas y de
ahí a Corinto. Se relata que, en Atenas, san Pablo pronunció un discurso
en el Areópago y tuvo ocasión de referirse y hacer comentarios,
respecto al altar que se había erigido ahí, «al dios desconocido». En
Corinto sus prédicas causaron profunda impresión y se dice que
permaneció ahí durante un año y seis meses. Parece que, en el año 52,
san Pablo partió de Corinto para hacer su cuarta visita a Jerusalén,
posiblemente para estar presente en las fiestas de Pentecostés; sin
embargo, su estancia fue breve, puesto que, muy pronto, le volvemos a
encontrar en Antioquía.
Su tercer viaje abarcó dos años entre el 52 y el 56. Luego de
atravesar Galacia, la provincia romana de «Asia», Macedonia y Acaya,
retrocedió camino hacia Macedonia donde se embarcó para hacer una quinta
visita a Jerusalén. Es posible que, durante este período, pasara tres
inviernos en Efeso y fue ahí donde ocurrió el tumultuoso disturbio
creado por Demetrio, el platero y tallador, cuando las prédicas de Pablo
arruinaron los lucrativos negocios de los mercaderes en la compra y
venta de las imágenes de la diosa Diana. Asimismo, se relata la forma
indignada con que le recibieron los ancianos en Jerusalén y la conmoción
popular que se produjo, cuando el Apóstol hizo una visita al Templo.
Ahí fue detenido, maltratado y cargado de cadenas, pero tuvo oportunidad
de defenderse brillantemente ante el tribunal. La investigación oficial
quedó en suspenso y el reo fue enviado a Cesárea, porque se descubrió
la conspiración de cuarenta judíos que habían jurado «no comer ni beber,
hasta que Pablo estuviese muerto». Su cautiverio en Cesárea duró dos
años, los mismos que gobernaron el distrito los procónsules Félix y
Festo, mientras que el proceso judicial aguardaba, en vista de que los
gobernadores no podían encontrar prueba alguna de que el reo hubiese
cometido un delito merecedor de castigo y, por otra parte, no querían
hacer frente a las protestas y violencias populares, si declaraban
inocente al reo odiado por los judíos. Entretanto, Pablo «apeló al
César»; en otras palabras, exigió, valido en sus derechos de ciudadano
romano, que su causa fuese vista por el propio Emperador. Por lo tanto,
el prisionero, bajo la vigilancia del centurión Julio, fue enviado a
Myra y trasportado de ahí a Creta, en un barco alejandrino con un
cargamento de trigo. Aquella nave, sorprendida por un huracán, naufragó
frente a las costas de Malta. Tras largas demoras, san Pablo fue
embarcado en otra nave que lo condujo al puerto de Puteoli y, de ahí, se
trasladó por tierra a Roma. El libro de los Hechos lo abandona en este
punto, en espera de su proceso ante Nerón.
Desde entonces, los movimientos y la historia del gran apóstol son
muy inciertos. ¿Fue declarado inocente luego de dos años de proceso, y
dejado en libertad hasta ser de nuevo apresado y haber muerto en el 67?
¿viajó a España en ese ínterin, como era su deseo (Rom 15,24)?
¿permaneció cautivo más de dos años, hasta su muerte? ¿hubo un cuarto
viaje misionero a Macedonia, hacia el 65? El final de Hechos de los
Apóstoles deja todo esto abierto:«Pablo permaneció dos años enteros en
una casa que había alquilado y recibía a todos los que acudían a él;
predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo referente al Señor Jesucristo
con toda valentía, sin estorbo alguno.» (Hechos 28, final). Pero está
claro que Hechos no es un relato biográfico de las personas y las
acciones de los Apóstoles, sino un «relato de tesis», en el que se
quiere demostrar por qué maneras y caminos el Espíritu fue conduciendo a
la Iglesia «hasta los confines del mundo», como lo pide Jesús al inicio
del libro; así que, llegado a Roma, símbolo del «confín del mundo», el
libro se detiene allí, sin piedad para con nuestra curiosidad histórica,
insatisfecha para siempre.
En todo momento de su obra (Lucas-Hechos) san Lucas intenta no
mostrar enemistad hacia el mundo pagano, más culpable -en su
perspectiva- por ignorancia que por maldad, así que si ese mundo pagano
hubiera liberado a Pablo luego de un juicio, habría sido una buena
ocasión para consignarlo, en cambio si no cuenta nada sobre cómo terminó
el juicio para el que Pablo fue a Roma, es porque posiblemente resultó
condenado a muerte. Este argumento es «ex silentio», es decir, «por lo
que el autor calló», y por tanto es un argumento que hay que utilizar
con prudencia: verdaderamente no sabemos lo que ocurrió con san Pablo
luego de esos dos años de los que habla Hechos, pero la hipótesis de que
resultó condenado es, según se entiende en la actualidad, de las más
plausibles.
Frente a esto, está que las cartas llamadas «Pastorales» (1-2Timoteo,
Tito) reflejan una estructura de Iglesia bastante posterior a esa fecha
del 62-64 en la que se podría colocar la muerte del Apóstol. En menor
medida, lo mismo pasa con las epístolas a los Colosenses y a los
Efesios, que reflejan ideas sobre la Iglesia que suponen un desarrollo
de varios años con respecto al pensamiento que san Pablo expresaba en
Carta a los Romanos. Para que san Pablo pueda ser autor de todo ello,
hay que retrasar la muerte lo más posible, no tan cercano al inicio de
la década del 60. Sin embargo en la actualidad se aprecia mucho mejor la
«pseudoepigrafía», es decir, la costumbre que había en la antigüedad de
poner a un escrito la firma de un gran personaje, sin que materialmente
lo haya él escrito o inspirado, para indicar que la doctrina allí
contenida está en la línea de ese personaje. Conocemos escritos
pseudoepigráficos de muchos escritores antiguos, e incluso en la autoría
bíblica (por ejemplo en Isaías, Jeremías o Salmos) el atribuir todo a
un mismo «gran personaje» es algo normal. Es posible que la autoría
paulina de las cartas mencionadas sea una ficción pseudoepigráfica, para
destacar la íntima conexión de esas cartas con el pensamiento de san
Pablo; ficción que no tiene ningún propósito de engaño, del momento en
que para los destinatarios de las cartas habría sido claro que san Pablo
había muerto hacía tiempo. Incluso es posible que en esas cartas se
hayan conservado fragmentos que sí puedan provenir de mucho antes, de
época del propio Pablo (ver para todo esto, la introducción al artículo
de los santos Timoteo y Tito).
Parece probable, entonces, que fue procesado en Roma, tras un largo
encarcelamiento y, condenado -quizás junto con san Pedro, quizás en el
contexto de los mismos años, sin que sea necesariamente junto a él-. Lo
que sí puede asegurarse es que, en su calidad de ciudadano romano, la
forma de la ejecución tenía que ser distinta a la de Pedro. La tradición
firmemente arraigada y, al parecer, digna de confianza, dice que le
cortaron la cabeza, en un punto de la Vía Ostiense llamado Aquae Salviae
(la actual Tre Fontane), cerca del sitio donde hoy se levanta la
basílica de San Pablo Extramuros y donde se venera la tumba del Apóstol.
Es creencia común que san Pablo fue ejecutado el mismo día y el mismo
año que San Pedro, pero no hay pruebas ciertas sobre ello. Aunque las
cartas a Timoteo sean posteriores a san Pablo, la segunda refleja muy
acertadamente lo que habrán sido los sentimientos del Apóstol ante el
Testimonio que le tocaba dar: «Porque yo estoy a punto de ser derramado
en libación y el momento de mi partida es inminente. He competido en la
noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la
fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia que aquel Día me
entregará el Señor, el justo Juez; y no solamente a mí, sino también a
todos los que hayan esperado con amor su Manifestación.» (2Tim 4,6-8).
También en el caso de San Pablo hay abundante literatura que sería
imposible considerar en detalle. Cualquier comentario al Nuevo
Testamento incluye, necesariamente, algún trabajo sobre la vida y la
teología de san Pablo, tan implicadas una con la otra. Hay que tener de
todos modos cierto cuidado con las «vidas» populares de san Pablo,
porque suelen querer armonizar todo con todo, la muerte temprana con la
autoría de las pastorales, para decirlo con un ejemplo, y terminan
produciendo una confusión indiscernible. Está claro que el pensamiento
de san Pablo fue completamente decisivo en la fe cristiana, y fue el
medio del que se valió la Providencia divina para romper el cerco
judaizante en el que los primeros apóstoles, incluyendo a san Pedro,
parecían encerrarse.
Comentarios
Publicar un comentario